Hombres: 15 minutos en el laberinto de la infertilidad

Esperma
Esperma

01 dic 2012

Mujer hoy – Paco Alcaraz
Cuando hablamos de las dificultades para concebir, casi siempre nos remitimos al punto de vista femenino. Pero, ¿qué pasa con los hombres? Uno de ellos nos cuenta su experiencia entre el humor, los nervios y la tristeza.

Hace ahora justo cuatro años que me diagnosticaron teratozoospermia. En cristiano: una afección en los espermatozoides que altera su morfología, de manera que una gran cantidad de ellos (en mi caso, más del 90%) presentan un aspecto monstruoso. Nada más ilustrativo para entenderlo que los dibujos que me enseñaron en la clínica, según los cuales los espermatozoides que corretean por mi interior son bicéfalos o tricéfalos o exageradamente filiformes. Como es natural, ninguno de ellos es apto en términos de fertilidad y ello, hasta hace no demasiado, me hubiera colocado sin lugar a dudas la etiqueta de estéril. Hoy (ya lo cantaba la zarzuela), las ciencias adelantan que es una barbaridad: el porcentaje exiguo de material salvable puede ser suficiente para lograr el objetivo anhelado. Solo hay que ponerse en manos de especialistas, cruzar los dedos… y armarse de paciencia y valor cada vez que el proceso se trunca insatisfactoriamente y debe ser reanudado.

El cuarto luminoso

Yo voy ya por la quinta. Pero, como dice el refrán, a la quinta va la vencida (¿o era a la tercera?). En lo que me he referido como proceso, la participación estrictamente masculina se reduce a la donación de esperma. No es que luego te desentiendas, como si no te atañera cada uno de los traumáticos pasos por los que ha de pasar una mujer: extracción ovárica, generación de embriones, transferencia embrionaria… Lo que ocurre es que, a diferencia de ella, la presencia del hombre es requerida solo para una actividad: facilitar en un vaso clínico una muestra suficiente para la inseminación. Si no puedes traerlo desde casa porque la clínica dista de tu hogar más de lo prudente (se recomienda que no hayan pasado más de 20 minutos desde la eyaculación), no tienes más remedio que hacerle una visita al cuarto luminoso.

El protocolo es siempre el mismo. Tras un rato de espera en una sala en la que finges que lees un periódico o una revista, irrumpe una enfermera y, con modales exquisitos, te dice: “Acompáñame, por favor”. Obedeces con gesto sumiso, caminas junto a ella unos pocos metros, doblas una esquina y ahí está. La enfermera abre con llave la puerta de un cuarto, tras el cual se ofrece un considerable festín de pornografía. “Cuando estés listo, me avisas pulsando este botón”, te informa antes de dejarte solo. A partir de ese momento, y por más que te convenzas de que esta vez no será así, vas a pasar más tiempo del que tu paciencia es capaz de soportar entregado a un puro acto de onanismo, aunque sin placer alguno. De hecho, una clínica de fertilidad probablemente sea el único lugar donde un hombre tarde más de 10 minutos en masturbarse. En gran medida, porque se opera una reducción absoluta a la condición de varón que ha de eyacular en un vaso (y lo antes posible, gracias). La responsabilidad pesa, ahoga y, en alguna ocasión, asfixia.

La habitación, el cuarto (que no tiene nada de oscuro, ya que su iluminación recuerda más bien a la lámpara intraoral de los dentistas) tiene unas dimensiones que lo asemejan más a un zulo que a un cuarto de baño o de estar. De hecho, es admirable que en tan poco espacio quepamos un lavabo, un inodoro, un mueblecito con una pantalla y revistas, y un servidor. Si la operación se dilata (cosa que, en conversaciones con otros hombres, he constatado que es más frecuente de lo que se podría pensar), la estancia empieza a estrecharse más aún y a extremar sus angulosidades como un cuadro expresionista. Lo idóneo, claro está, para lograr una erección. Por más que se prescriban tres o cuatro días de abstinencia antes de la cita en sí, la presión se impone. “No fallaré, esta vez no fallaré”, te repites durante esos días previos (en los que, por cierto, supongo que por la monomanía, sufres erecciones en los momentos más inoportunos). Fallas. Ya lo creo que fallas. Al menos a la primera. Otra vez a permanecer un buen rato aislado en este cuarto tan (literalmente) hospitalario.

Porno justificado Mi récord de permanencia está, si mal no recuerdo, en 45 minutos. A falta de otra diversión, me dediqué a analizar con cierto esmero la textura formal de la película porno con la que me obsequiaban: escala de planos, fotografía, intensidad dramática… Es lo que tiene la descontextualización: encerrarte a ver pornografía legal (o, al menos, tolerada por el sistema sanitario) tiene tanto de estimulante como emborracharte con tus padres en plena adolescencia. Si lo desposeemos de su aura perversa (pecaminosa, si queremos), el porno se vuelve inocuo. Lo obsceno y lo decente son convenciones que tienen mucho que ver con su puesta en escena, como bien supo verlo Buñuel, quien, en ‘El fantasma de la libertad’, le dio la vuelta a dos hábitos muy cotidianos: comer e ir al baño. Y una última consideración sobre la parrilla televisiva del cuarto luminoso, a modo de humilde sugerencia: a todos los hombres heterosexuales no nos complace exclusivamente el género lésbico (que, en ocasiones, puede resultar muy aburrido).

Será injusta, impertinente y hasta cruel, pero la sensación de culpabilidad que arrastramos los hombres con problemas de esterilidad es como una mancha que no termina de saltar nunca. En parte es por eso por lo que nos ponemos tan nerviosos el día de autos y más parece que vamos camino del paredón que hacia un cuarto donde, sencillamente, tenemos que depositar nuestra semilla en un vaso clínico. Tampoco ayuda mucho esa cierta robotización del macho que rodea el proceso: ahora te excitas, ahora te masturbas, ahora eyaculas, ahora te vas, muchas gracias. Seguramente no haya otra forma de articular las donaciones, pero se comprenderá –espero– el mal trago del donante. Por no hablar de cuando el fracaso no tiene paliativo alguno. Servidor, en otra ocasión, vivió lo que podríamos llamar un gatillazo con una probeta (el vaso aquel día era más estirado y cuneiforme). En realidad, solo supe que el recipiente estaba vacío cuando, según mi impresión errónea, había terminado de evacuar, tras de lo cual abrí los ojos y me fijé. “Me parece que he tenido lo que, si no me equivoco, se llama eyaculación oriental”, le comenté azorado a la enfermera. Y ante su mirada a medio camino entre la suspicacia y la estupefacción, aclaré: “Creo que he eyaculado hacia dentro”.

Miró el vaso, comprobó que no le estaba tomando el pelo y, tras respirar profundamente, me aconsejó diligente: “¿Por qué no sales fuera, te fumas un cigarro y vuelves a intentarlo?”. ¿Volver a intentarlo? Si a mi edad (más cerca de los 40 que de la década anterior) ya cuesta un mundo conseguir el doblete en carne y hueso, ni qué decir con una probeta. (En realidad, nunca desde la adolescencia había pasado tanto tiempo encerrado en el baño. Entonces, por explorar, descubrir, conocer mi cuerpo. Y hoy, más bien por lo contrario). Así pues, salí a la calle, me fumé no uno, sino 10 cigarros, regresé al cuarto y… me fui a mi casa con la promesa de que, al día siguiente volvería más concentrado.

Y lo logré. Logré volver más concentrado, quiero decir. Fue la última ocasión que visité el cuarto, hará un par de meses. Conseguí llegar al final en un tiempo aceptable (un cuarto de hora, más o menos). Lo siguiente también forma parte de un protocolo inalterable. Pulsas el botón. Aparece, a los pocos minutos, la enfermera, a quien miras estúpidamente avergonzado mientras te sonríe con educación. Le entregas el vaso con la muestra en su interior, perfectamente cerrado y etiquetado. “No te preocupes. Me sé el camino. No hace falta que me acompañes”, le dices, al tiempo que te pasas un pañuelo de papel por la frente con la vana esperanza de interrumpir el sudor. “De acuerdo. Os llamamos en cuanto estén los resultados”, responde ella. “Por favor: que sea esta vez; que lo logremos esta vez”, musitas para tus adentros cuando franqueas la puerta de la clínica y echas a andar a paso lento, cabizbajo y un tanto avejentado.

El otro 50% 

La infertilidad masculina ha sido siempre un tabú. Pero las dificultades para concebir no son un tema exclusivo de mujeres, sino de pareja, y afecta a ambos sexos por igual. Se calcula que en un 30% de los casos la esterilidad obedece a causas masculinas, otro 30% a femeninas y en el resto se desconoce el origen. Las anomalías a las que se enfrenta un hombre infértil son la disfunción eréctil, la ausencia de eyaculación y las alteraciones en el semen. Cada año se realizan en España 50.000 ciclos de fecundación in vitro: al menos 24.700 de ellos van precedidos de tratamientos contra la infertilidad masculina.

Fuente: hoymujer           

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